lunes, 4 de junio de 2018

La mecedora

Se llamaba Abril y en el año 1941 comenzó a trabajar en un hogar que confirmaría su modo de entender el mundo.

Aquel matrimonio Marqués, culto y adinerado con el que vivía interna y con el que veraneaba en San Sebastián, con los que acudía a las corridas de toros, con los que tantos paseos dio por el parque del retiro, etc... Le harían vivir la más extraña y maravillosa de las experiencias; entablaron una estrecha relación siempre manteniendo el respeto y sabiendo el lugar que ocupaba en el hogar.
Tanto es así que nadie se extrañaba cuando paseaba por aquellos grandes pasillos tarareando sus canciones favoritas y soñaba con el futuro dentro de veinte años, nadie, ni siquiera la hermana del señor, que adoraba sentarse en una mecedora en un rincón de la casa, prestaba atención cuando la veía pasar y sin dar mayor importancia se seguía abanicando como acostumbraba cuando se sentaba allí.

Pasados unos años, la casa había perdido luz, se respiraba frío, los rincones se habían vuelto sombríos. Algo iba mal, el señor había caído enfermo y guardaba reposo en cama casi sin aliento y con el alma agotada, acordándose de cómo se había marchado meses antes su hermana y de ver que irremediablemente su partida había llegado.

Triste y desolada por la muerte de su marido, la señora tomó la decisión de alejarse de la casa durante un tiempo para que el duelo fuera menos duro. Así que Abril se dispuso a preparar todo el equipaje e iba de un lado a otro de la casa cuando le ocurrió una de las experiencias más inesperadas que creía que nunca viviría. En uno de los recorridos por aquellos pasillos mientras iba cargada de maletas, una luz, algo brillante y llamativa captó su atención, y allí al girarse vio sentada en la mecedora de aquel rincón a la hermana del señor (que había fallecido tiempo atrás) y le dijo sin ni siquiera mirarla:

- "¡Preparad, preparad lo que queráis que no os va a dar tiempo a iros a ningún lado!". Mientras se abanicaba y lo relataba con una ligera sonrisa. Era la primera vez que la veía sonreír.


A los tres días la señora falleció.

Al mes siguiente volvía a su casa y comenzaba otra nueva vida, aunque comenté al principio, nunca volvería a ser la misma, ni igual sería su forma de entender el mundo.

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